Si Juan Crisóstomo reconoce la ley de Jesucristo, debe decir: ¿Quién es el que arrancará los ojos y los dientes y arrojará a otros a la cárcel? Si el que manda arrancar ojo por ojo, es decir el mismo Dios, lo hiciera, no habría contradicción; pero son los hombres los que deben hacerlo, y el Hijo de Dios dijo a esos hombres que no debían hacerlo. Dios manda arrancar los dientes y el hijo ordena no arrancarlos; hay que admitir una cosa u otra, y Juan Crisóstomo, y con él toda la Iglesia, reconocen el mandamiento de Dios Padre, es decir de Moisés, y niegan el de Dios Hijo, es decir de Cristo, cuya doctrina dicen que profesan. Cristo niega la ley de Moisés y decreta su ley. Para un hombre que cree en Cristo no hay la menor contradicción. No presta atención alguna a la ley de Moisés, cree en la de Cristo y la practica. Para todo el que crea en la ley de Moisés, tampoco hay contradicción. A los hebreos les parecen insensatas las palabras de Cristo y creen en la ley de Moisés. La contradicción sólo existe para los que quieren vivir con arreglo a la ley de Moisés, mientras pretenden convencerse y convencer a los demás de que viven con sujeción a la ley de Jesucristo — para aquellos a quienes Cristo llamaba hipócritas, raza de víboras.
En vez de reconocer una de las dos: la ley de Moisés o la de Cristo, se reconoce que ambas son divinas.
Pero cuando se trata de los actos de la vida práctica, rechazamos francamente la ley de Cristo y seguimos la de Moisés.
Esta falsa interpretación, una vez bien sondeada su importancia, es la causa del espantoso y terrible drama de la lucha del mal y las tinieblas contra el bien y la luz.
"¿En qué consiste mi fe? (León Tolstoi)
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