La Heredad

Llega gente a una heredad; encuentra allí lo necesario para vivir: la casa está provista de todo, el granero rebosa de trigo, las bodegas y toneles están bien provistos ; en el patio hay aperos de labranza, herramientas, arneses, caballos, vacas, ovejas, en una palabra, todo cuanto es menester para una vida de abundancia. De distintos puntos, vienen los hombres a esa heredad y empiezan a aprovecharse de cuanto hay en ella; pero cada cual para sí, sin pensar en dejar nada a los presentes ni a los que puedan llegar más tarde. Cada cual quiere acapararlo todo; cada uno se apresura a gozar de lo que puede coger. Entonces comienza la destrucción de todo, la lucha por la posesión de las cosas: las vacas de leche, los corderos cubiertos de lana son muertos para la carnicería; los carros, los establos se convierten en leña; luchan los hombres por la leche, por la semilla; derriban y estropean más de lo que consumen. Nadie come tranquilamente; todo el mundo está alerta, a la merced del más fuerte.

Toda aquella gente, harta, vencida, hambrienta, sale de la heredad. El amo vuelve a tomar posesión de la finca y se instala de manera que los hombres puedan vivir en ella tranquilamente. Otra vez está la heredad repleta de víveres. Y de nuevo acuden a ella los transeúntes, y se repiten las mismas riñas, el mismo tumulto: todo lo saquean y de nuevo aquella gente vencida e irritada se va llena de odio maldiciendo al amo que ha organizado mal las cosas. Vuelve a arreglar el amo la finca y otra vez se reproducen los mismos desórdenes. Al fin, entre los huéspedes de la hacienda, hay un sabio que les dice: hermanos, lo que hacemos está mal. Ved qué abundancia y qué bien ordenado se halla todo.

Hay aquí bienes suficientes para todos nosotros y para los que puedan venir, pero es preciso usarlos razonablemente. No nos arrebatemos estas riquezas, antes bien prestémonos ayuda mutuamente. Labremos, sembremos, cuidemos el ganado, y todos quedarán satisfechos. Sucedió que algunos comprendieron lo que decía el sabio y empezaron a obrar del modo siguiente: dejaron de pelearse, de arrebatarse las cosas por la violencia y empezaron a trabajar. Pero otros, que no habían oído las palabras del sabio o que no creían en ellas, siguieron luchando después de derrochar los bienes del amo. Sobrevinieron otros y aconteció la mismo. Los que habían seguido las palabras del sabio repetían: No os peleéis, no malgastéis los bienes del amo, y os encontraréis mejor. Haced lo que ha dicho el amo. Pero siempre había muchos que no se cuidaban de atender esas palabras. Cuéntase que llegó un tiempo en que todos en la granja oyeron y comprendieron las palabras del sabio y reconocieron que Dios había hablado por su boca, y que el mismo sabio era Dios en persona, y todos, considerando sagradas sus palabras, tuvieron fe en ellas. Pero cuéntase también que después de aquello, en vez de vivir según los consejos del sabio, nadie se contuvo: matáronse despiadadamente en una lucha general y todos empezaron a decir: Ahora sabemos indudablemente que debe ser así, que no puede ser de otro modo.

¿Qué quiere decir todo eso? Los mismos animales se arreglan para comer sin arrebatar a los demás su alimento, y los hombres, después de aprender cómo hay que vivir y de creer que el mismo Dios les había prescrito que vivieran así, continúan viviendo mal, so pretexto de que es imposible vivir de otro modo. ¿Cómo ha podido esa gente seguir viviendo como antes, después de creer en las palabras del sabio? He aquí lo que se imaginaron: el sabio había dicho: Vuestra vida en esta heredad es mala, vivid mejor y se volverá buena. Entonces se figuraron que el sabio había condenado toda vida en aquella heredad y les había prometido otra vida mejor, en otro sitio, fuera de ella. Y todos decidieron que aquella hacienda no era sino un albergue, y que no merecía la pena de pretender vivir bien en ella, que lo importante era no ser frustrados en aquella otra vida prometida. Es la única manera de explicar cómo la gente de la granja, que creyó que el sabio era Dios, o que no era más que un sabio, continuó, sin embargo, viviendo como en lo pasado, contrariamente a los consejos del sabio.

Aquella gente lo oyó todo, lo comprendió todo, pero no quiso comprender lo que el sabio decía: los hombres deben ser los propios artesanos de su felicidad, aquí, en esta granja en donde se hallan; se han imaginado que esto no era más que un albergue, y que la granja prometida estaba en cualquier otro sitio. Y he ahí el origen de ese extraño razonamiento que proclama que los preceptos del sabio son admirables, que son la palabra del mismo Dios, pero que actualmente es difícil practicarlos.

Cesen los hombres de correr por sí mismos a su perdición y de esperar que alguien venga en su ayuda: Cristo en las nubes, al son de trompetas, una ley histórica cualquiera, la ley de diferenciación y de integración de las fuerzas. Nadie vendrá en su ayuda si no se ayudan ellos mismos. Y para ayudarse uno mismo, no hay que esperar nada ni del cielo ni de la tierra, sino dejar de trabajar para su propia perdición.

"¿En qué consiste mi fe?" (León Tolstoi)

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